El muchacho que escribía poesía, por Yukio Mishima (escritor y dramaturgo japonés,
considerado uno de los más grandes de la historia del Japón 1925-1970).
Poema tras poema fluía de su pluma con pasmosa facilidad. Le
llevaba poco tiempo llenar las treinta páginas de uno de los cuadernos de la
Escuela de los Pares. ¿Cómo era posible, se preguntaba el muchacho, que pudiera
escribir dos o tres poemas por día? Una semana que estuvo enfermo en cama,
compuso: "Una semana: Antología". Recortó un óvalo en la cubierta de
su cuaderno para destacar la palabra "poemas" en la primera página.
Abajo, escribió en inglés: "12th. 18th: May, 1940".
Sus poemas empezaban a llamar la atención de los estudiantes
de los últimos años. "La algarabía es por mis 15 años". Pero el
muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido cuando hablaba con los
mayores. Quería dejar de decir "es posible", tenía que decir siempre
"sí".
Estaba anémico de tanto masturbarse. Pero su propia fealdad
no había empezado a molestarle. La poesía era algo aparte de esas sensaciones
físicas de asco. La poesía era algo aparte de todo. En las sutiles mentiras de
un poema aprendía el arte de mentir sutilmente. Sólo importaba que las palabras
fueran bellas. Todo el día estudiaba el diccionario.
Cuando estaba en éxtasis, un mundo de metáforas se
materializaba ante sus ojos. La oruga hacía encajes con las hojas del cerezo;
un guijarro lanzado a través de robles esplendorosos volaba hacia el mar. Las
garzas perforaban la ajada sábana del mar embravecido para buscar en el fondo a
los ahogados. Los duraznos se maquillaban suavemente entre el zumbido de
insectos dorados; el aire, como un arco de llamas tras una estatua, giraba y se
retorcía en torno a una multitud que trataba de escapar. El ocaso presagiaba el
mal: adquiría la oscura tintura del yodo. Los árboles de invierno levantaban
hacia el cielo sus patas de madera. Y una muchacha estaba sentada junto a un
horno, su cuerpo como una rosa ardiente. Él se acercaba a la ventana y
descubría que era una flor artificial. Su piel, como carne de gallina por el
frío, se convertía en el gastado pétalo de una flor de terciopelo.
Cuando el mundo se transformaba así era feliz. No le
sorprendía que el nacimiento de un poema le trajera esta clase de felicidad.
Sabía mentalmente que un poema nace de la tristeza, la maldición o la
desesperanza del seno de la soledad. Pero para que este fuera su caso,
necesitaba un interés más profundo en sí mismo, algún problema que lo abrumara.
Aunque estaba convencido de su genio, tenía curiosamente muy poco interés en sí
mismo. El mundo exterior le parecía más fascinante. Sería más preciso decir que
en los momentos en que, sin motivo aparente era feliz, el mundo asumía
dócilmente las formas que él deseaba.
Venía la poesía para resguardar sus momentos de felicidad,
¿o era el nacimiento de sus poemas lo que la hacía posible? No estaba seguro.
Sólo sabía que era una felicidad diferente de la que sentía cuando sus padres
le traían algo que había deseado por mucho tiempo o cuando lo llevaban de
viaje, y que era una felicidad únicamente suya.
Al muchacho no le gustaba escrutar constante y atentamente
el mundo exterior o su ser interior. Si el objeto que le llamaba la atención no
se convertía de pronto en una imagen, si en un mediodía de mayo el brillo
blancuzco de las hojas recién nacidas no se convertía en el oscuro fulgor de
los capullos nocturnos del cerezo, se aburría al instante y dejaba de mirarlo.
Rechazaba fríamente los objetos reales pero extraños que no podía transformar: "No
hay poesía en eso".
Una mañana en que había previsto las preguntas de un examen,
respondió rápidamente, puso las respuestas sobre el escritorio del profesor sin
mirarlas siquiera, y salió antes que todos sus compañeros. Cuando cruzaba los
patios desiertos hacia la puerta, cayó en sus ojos el brillo de la esfera
dorada del asta de la bandera. Una inefable sensación de felicidad se apoderó
de él. La bandera no estaba alzada. No era día de fiesta. Pero sintió que era
un día de fiesta para su espíritu, y que la esfera del asta lo celebraba. Su
cerebro dio un rápido giro y se encaminó hacia la poesía. Hacia el éxtasis del
momento. La plenitud de esa soledad. Su extraordinaria ligereza. Cada recodo de
su cuerpo intoxicado de lucidez. La armonía entre el mundo exterior y su ser
interior...
Cuando no caía naturalmente en ese estado, trataba de usar
cualquier cosa a mano para inducir la misma intoxicación. Escudriñaba su cuarto
a través de una caja de cigarrillos hecha con una veteada caparazón de tortuga.
Agitaba el frasco de cosméticos de su madre y observaba la tumultuosa danza del
polvo al abandonar la clara superficie del líquido y asentarse suavemente en el
fondo.
Sin la menor emoción usaba palabras como
"súplica", "maldición" y "desdén". El muchacho
estaba en el Club Literario. Uno de los miembros del comité le había prestado
una llave que le permitía entrar a la sede solo y a cualquier hora para
sumergirse en sus diccionarios favoritos. Le gustaban las páginas sobre los
poetas románticos en el "Diccionario de la literatura mundial": En
sus retratos no tenían enmarañadas barbas de viejo, todos eran jóvenes y
bellos.
Le interesaba la brevedad de las vidas de los poetas. Los
poetas deben morir jóvenes. Pero incluso una muerte prematura era algo lejano
para un quinceañero. Desde esta seguridad aritmética el muchacho podía
contemplar la muerte prematura sin preocuparse.
Le gustaba el soneto de Wilde, "La tumba de
Keats": "Despojado de la vida cuando eran nuevos el amor y la vida /
aquí yace el más joven de los mártires". Había algo sorprendente en esos
desastres reales que caían, benéficos, sobre los poetas. Creía en una armonía
predeterminada. La armonía predeterminada en la biografía de un poeta. Creer en
esto era como creer en su propio genio.
Le causaba placer imaginar largas elegías en su honor, la
fama póstuma. Pero imaginar su propio cadáver lo hacía sentirse torpe. Pensaba
febrilmente: que viva como un cohete. Que con todo mi ser pinte el cielo
nocturno un momento y me apague al instante. Consideraba todas las clases de
vida y ninguna otra le parecía tolerable. El suicidio le repugnaba. La armonía
predeterminada encontraría una manera más satisfactoria de matarlo.
La poesía empezaba a emperezar su espíritu. Si hubiera sido
más diligente, habría pensado con más pasión en el suicidio.
En la reunión de la mañana el monitor de los estudiantes
pronunció su nombre. Eso implicaba una pena más severa que ser llamado a la
oficina del maestro. "Ya sabes de qué se trata", le dijeron sus
amigos para intimidarlo. Se puso pálido y le temblaban las manos.
El monitor, a la espera del muchacho, escribía algo con una
punta de acero en las cenizas muertas del "hibachi". Cuando el
muchacho entró, el monitor le dijo "siéntese", cortésmente. No hubo
reprimenda. Le contó que había leído sus poemas en la revista de los egresados.
Después le hizo muchas preguntas sobre la poesía y sobre su vida en el hogar.
Al final le dijo:
-Hay dos tipos: Schilla y Goethe. Sabe quién es Schilla, ¿no
es cierto?
-¿Quiere decir Schiller?
-Sí. No trate nunca de convertirse en un Schilla. Sea un
Goethe.
El muchacho salió del cuarto del monitor y se arrastró hasta
el salón de clase, insatisfecho y frunciendo el ceño. No había leído ni a
Goethe ni a Schiller. Pero conocía sus retratos. "No me gusta Goethe. Es
un viejo. Schiller es joven. Me gusta más".
El presidente del Club Literario, un joven llamado R que le
llevaba cinco años, empezó a protegerlo. También a él le gustaba R, porque era
indudable que se consideraba un genio anónimo, y porque reconocía el genio del
muchacho sin tener para nada en cuenta su diferencia de edades. Los genios
tenían que ser amigos.
R era hijo de un Par. Se daba aires de un Villiers de l'Isle
Adam, se sentía orgulloso del noble linaje de su familia y empapaba su obra con
una nostalgia decadente de la tradición aristocrática de las letras. R, además,
había publicado una edición privada de sus poemas y ensayos. El muchacho sintió
envidia.
Intercambiaban largas cartas todos los días. Les gustaba
esta rutina. Casi todas las mañanas llegaba a casa del muchacho una carta de R
en un sobre al estilo occidental, del color del melocotón. Por largas que
fueran las cartas no pasaban de un cierto peso; lo que le encantaba al muchacho
era esa voluminosa ligereza, esa sensación de que estaban llenas pero de que
flotaban. Al final de la carta copiaba un poema reciente, escrito ese mismo
día, o si no había tenido tiempo, un poema anterior.
El contenido de las cartas era trivial. Empezaban con una
crítica del poema que el otro había enviado en la última carta, a la que seguía
una palabrería inacabable en la que cada cual hablaba de la música que había
escuchado, los episodios diarios de su familia, las impresiones de las
muchachas que le habían parecido bellas, los libros que había leído, las
experiencias poéticas en las que una palabra revelaba mundos, y así
sucesivamente. Ni el joven de veinte años ni el muchacho de quince se cansaban
de este hábito.
Pero el muchacho reconocía en las cartas de R una pálida
melancolía, la sombra de un ligero malestar que sabía que no estaba nunca
presente en las suyas. Un recelo ante la realidad, una ansiedad de algo a lo
que pronto tendría que enfrentarse, le daban a las cartas de R un cierto
espíritu de soledad y de dolor. El tranquilo muchacho percibía este espíritu
como una sombra sin importancia que nunca caería sobre él.
¿Veré alguna vez la fealdad? El muchacho se planteaba
problemas de esta clase; no los esperaba. La vejez, por ejemplo, que rindió a
Goethe después de soportarla muchos años. No se le había ocurrido nunca pensar
en algo como la vejez. Hasta la flor de la juventud, bella para unos y fea para
otros, estaba todavía muy lejos. Olvidaba la fealdad que descubría en sí mismo.
El muchacho estaba cautivado por la ilusión que confunde al
arte con el artista, la ilusión que proyectan en el artista las muchachas
ingenuas y consentidas. No le interesaba el análisis y el estudio de ese ser
que era él mismo, en quien siempre soñaba. Pertenecía al mundo de la metáfora,
al interminable calidoscopio en el que la desnudez de una muchacha se convertía
en una flor artificial. Quien hace cosas bellas no puede ser feo. Era un
pensamiento tercamente enraizado en su cerebro, pero inexplicablemente no se
hacía nunca la pregunta más importante: ¿Era necesario que alguien bello
hiciera cosas bellas?
¿Necesario? El muchacho se hubiera reído de la palabra. Sus
poemas no nacían de la necesidad. Le venían naturalmente; aunque tratara de
negarlos, los poemas mismos movían su mano y lo obligaban a escribir. La necesidad
implicaba una carencia, algo que no podía concebir en sí mismo. Reducía, en
primer lugar, las fuentes de su poesía a la palabra "genio", y no
podía creer que hubiera en él una carencia de la que no fuera consciente. Y
aunque lo fuera, prefería llamarlo "genio" y no carencia.
No que fuera incapaz de criticar sus propios poemas. Había,
por ejemplo, un poema de cuatro versos que los mayores alababan con
extravagancia; le parecía frívolo y le daba pena. Era un poema que decía: así
como el borde transparente de este vidrio tiene un fulgor azul, así tus
límpidos ojos pueden esconder un destello de amor.
Los elogios de los demás le encantaban al muchacho, pero su
arrogancia no le permitía ahogarse en ellos. La verdad era que ni siquiera el
talento de R le impresionaba mucho. Claro que R tenía suficiente talento como
para distinguirse entre los estudiantes avanzados del Club Literario, pero eso
no quería decir nada. Había un rincón frígido en el corazón del muchacho. Si R
no hubiera agotado su tesoro verbal para alabar el talento del muchacho, quizás
el muchacho no hubiera hecho ningún esfuerzo para reconocer el de R.
Se daba perfecta cuenta de que el premio a su gusto
ocasional por ese tranquilo placer era la ausencia de cualquier brusca
excitación adolescente. Dos veces al año, las escuelas tenían series de béisbol
que llamaban los "Juegos de la Liga". Cuando la Escuela de los Pares
perdía, los estudiantes de penúltimo año que habían vitoreado a los jugadores
durante el partido los rodeaban y compartían sus sollozos. Él nunca lloraba. Ni
se sentía triste. "¿Para qué sentirse triste? ¿Porque perdimos un partido
de béisbol?" Le sorprendían esas caras llorosas, tan extrañas. El muchacho
sabía que sentía las cosas con facilidad, pero su sensibilidad se encaminaba en
una dirección diferente a la de todos los demás. Las cosas que los hacían
llorar no tenían eco en su corazón. El muchacho empezó a hacer cada vez más que
el amor fuera el tema de su poesía. Nunca había amado. Pero le aburría basar su
poesía solamente en las transformaciones de la naturaleza, y se puso a cantar
las metamorfosis que de momento a momento ocurren en el alma.
No le remordía cantar lo que no había vivido. Algo en él
siempre había creído que el arte era esto exactamente. No se lamentaba de su
falta de experiencia. No había oposición ni tensión entre el mundo que le
quedaba por vivir y el mundo que tenía dentro de sí. No tenía que ir muy lejos
para creer en la superioridad de su mundo interior; una especie de confianza
irracional le permitía creer que no había en el mundo emoción que le quedara
por sentir. Porque el muchacho pensaba que un espíritu tan agudo y sensible
como el suyo ya había aprehendido los arquetipos de todas las emociones, aunque
fuera algunas veces como puras premoniciones, que toda la experiencia se podía
reconstruir con las combinaciones apropiadas de estos elementos de la emoción.
Pero, ¿cuáles eran estos elementos? Él tenía su propia y arbitraria definición:
"Las palabras".
No que el muchacho hubiera llegado a una maestría de las
palabras que fuera genuinamente suya. Pero pensaba que la universalidad de
muchas de las palabras que encontraba en el diccionario las hacía variadas en
su significado y con distinto contenido y, por lo tanto, disponibles para su
uso personal, para un empleo individual y único. No se le ocurría que sólo la
experiencia podía darle a las palabras color y plenitud creativa.
El primer encuentro entre nuestro mundo interior y el
lenguaje enfrenta algo totalmente individual con algo universal. Es también la
ocasión para que un individuo, refinado por lo universal, por fin se reconozca.
El quinceañero estaba más que familiarizado con esta indescriptible experiencia
interior. Porque la desarmonía que sentía al encontrar una nueva palabra
también le hacía sentir una emoción desconocida. Lo ayudaba a mantener una
calma exterior incompatible con su juventud. Cuando una cierta emoción se
apoderaba de él, la desarmonía que despertaba lo llevaba a recordar los elementos
de la desarmonía que había sentido antes de la palabra. Recordaba entonces la
palabra y la usaba para nombrar la emoción que tenía ante sí. El muchacho se
hizo práctico en disponer así de las emociones. Fue así como conoció todas las
cosas: la "humillación", la "agonía", la
"desesperanza", la "execración", la "alegría del
amor", la "pena del desamor".
Le hubiera sido fácil recurrir a la imaginación. Pero el
muchacho dudaba en hacerlo. La imaginación necesita una clase de identificación
en la que el ser se duele con el dolor de los demás. El muchacho, en su
frialdad, no sentía nunca el dolor de los demás. Sin sentir el menor dolor se
susurraba: "Eso es dolor, es algo que conozco".
Era una soleada tarde de mayo. Las clases se habían acabado.
El muchacho caminaba hacia la sede del Club Literario para ver si había alguien
allí con quien pudiera hablar camino a casa. Se encontró con R, quien le dijo:
-Estaba esperando que nos encontráramos. Charlemos.
Entraron al edificio estilo cuartel en el que los salones de
clase habían sido divididos con tabiques para alojar los diferentes clubes. El
Club Literario estaba en una esquina del oscuro primer piso. Alcanzaban a oír
ruidos, risas y el himno del colegio en el Club Deportivo, y el eco de un piano
en el Club Musical. R. metió la llave en la cerradura de la sucia puerta de
madera. Era una puerta que aún sin llave había que abrir a empujones.
El cuarto estaba vacío. Con el habitual olor a polvo. R
entró y abrió la ventana, palmoteó para quitarse el polvo de las manos y se
sentó en un asiento desvencijado.
Cuando ya estaban instalados el muchacho empezó a hablar.
-Anoche vi un sueño en colores.
(El muchacho se imaginaba que los sueños en colores eran
prerrogativa de los poetas).
-Había una colina de tierra roja. La tierra era de un rojo
encendido, y el atardecer, rojo y brillante, hacía su color más
resplandeciente. De la derecha vino entonces un hombre arrastrando una larga
cadena. Un pavo real cuatro o cinco veces más grande que el hombre iba atado a
su extremo y recogía sus plumas arrastrándose lentamente frente a mí. El pavo
real era de un verde vivo. Todo su cuerpo era verde y brillaba hermosamente.
Seguí mirando el pavo real a medida que era arrastrado hacia lo lejos, hasta
que no pude verlo más... Fue un sueño fantástico. Mis sueños son muy vívidos
cuando son en colores, casi demasiado vívidos. ¿Qué querría decir un pavo real
verde para Freud? ¿Qué querría decir?
R no parecía muy interesado. Estaba distinto que siempre.
Estaba igual de pálido, pero su voz no tenía su usual tono tranquilo y
afiebrado, ni respondía con pasión. Había aparentemente escuchado el monólogo
del muchacho con indiferencia. No, no lo escuchaba.
El afectado y alto cuello del uniforme de R estaba
espolvoreado de caspa. La luz turbia hacía que refulgiera el capullo de cerezo
de su emblema de oro, y alargaba su nariz, de por sí bastante grande. Era de
forma elegante pero un tris más grande de lo debido, y mostraba una
inconfundible expresión de ansiedad. La angustia de R parecía manifestarse en
su nariz.
Sobre el escritorio había unas viejas galeras cubiertas de
polvo y reglas, lápices rojos, laca, volúmenes empastados de la revista de los
egresados y manuscritos que alguien había empezado. El muchacho amaba esta
confusión literaria. R revolvió las galeras como si estuviera ordenando las
cosas a regañadientes, y sus dedos blancos y delgados se ensuciaron con el
polvo. El muchacho hizo un gesto de burla. Pero R chasqueó la lengua en señal
de molestia, se sacudió el polvo de las manos y dijo:
-La verdad es que hoy quería hablar contigo de algo.
-¿De qué?
-La verdad es... -R vaciló primero pero luego escupió las
palabras-. Sufro. Me ha pasado algo terrible.
-¿Estás enamorado? -preguntó fríamente el muchacho.
-Sí.
R explicó las circunstancias. Se había enamorado de la joven
esposa de otro, había sido descubierto por su padre, y le habían prohibido
volver a verla. El muchacho se quedó mirando a R con los ojos desorbitados.
"He aquí a alguien enamorado. Por primera vez puedo ver el amor con mis
ojos". No era un bello espectáculo. Era más bien desagradable.
La habitual vitalidad de R había desaparecido; estaba
cabizbajo. Parecía malhumorado. El muchacho había observado a menudo esta
expresión en las caras de personas que habían perdido algo o a quienes había
dejado el tren. Pero que un mayor tuviera confianza en él era un halago a su
vanidad. No se sentía triste. Hizo un valeroso esfuerzo por asumir un aspecto
melancólico. Pero el aire banal de una persona enamorada era difícil de
soportar.
Por fin halló unas palabras de consuelo.
-Es terrible. Pero estoy seguro que de ello saldrá un buen
poema.
R respondió débilmente:
-Este no es momento para la poesía.
-¿Pero no es la poesía una salvación en momentos como este?
La felicidad que causa la creación de un poema pasó como un
rayo por la mente del muchacho. Pensó que cualquier pena o agonía podía ser
eliminada mediante el poder de esa felicidad.
-Las cosas no funcionan así. Tú no comprendes todavía.
Esta frase hirió el orgullo del muchacho. Su corazón se heló
y planeó la venganza.
-Pero si fueras un verdadero poeta, un genio, ¿no te
salvaría la poesía en un momento como este?
-Goethe escribió el Werther -respondió R- y se salvó del
suicidio. Pero sólo pudo escribirlo porque, en el fondo de su alma, sabía que
nada, ni la poesía, lo podría salvar, y que lo único que quedaba era el
suicidio.
-Entonces, ¿por qué no se suicidó Goethe? Si escribir y el
suicidio son la misma cosa, ¿por qué no se suicidó? ¿Porque era un cobarde? ¿O
porque era un genio?
-Porque era un genio.
-Entonces...
El muchacho iba a insistir en una pregunta más, pera ni él
mismo la comprendía. Se hizo vagamente a la idea de que lo que había salvado a
Goethe era el egoísmo. La idea de usar esta noción para defenderse se apoderó
de él.
La frase de R, "Tú no comprendes todavía", lo
había herido profundamente. A sus años no había nada más fuerte que la
sensación de inferioridad por la edad. Aunque no se atrevió a pronunciarla, una
proposición que se burlaba de R había surgido en su mente: "No es un
genio. Se enamora".
El amor de R era sin duda verdadero. Era la clase de amor
que un genio nunca debe tener. R, para adornar su miseria, recurría al amor de
Fujitsubo y Gengi, de Peleas y Melisande, de Tristán e Isolda, de la princesa
de Cleves y el duque de Némours como ejemplos del amor ilícito.
A medida que escuchaba, el muchacho se escandalizaba de que
no había en la confesión de R ni un solo elemento que no conociera. Todo había
sido escrito, todo había sido previsto, todo había sido ensayado. El amor
escrito en los libros era más vital que éste. El amor cantado en los poemas era
más bello. No podía comprender por qué R recurría a la realidad para tener
sueños sublimes. No podía comprender este deseo de lo mediocre.
R parecía haberse calmado con sus palabras, y ahora empezó a
hacer un largo recuento de los atributos de la muchacha. Debía de ser una
belleza extraordinaria, pero el muchacho no se la podía imaginar.
-La próxima vez te muestro su retrato -dijo R. Luego, no sin
vergüenza, terminó dramáticamente-: Me dijo que mi frente era realmente muy
hermosa.
El muchacho se fijó en la frente de R, bajo el pelo peinado hacia
atrás. Era abultada y la piel relucía débilmente bajo la luz opaca que entraba
por la puerta; daba la impresión de que tenía dos protuberancias, cada una tan
grande como un puño.
-Es un cejudo -pensó el muchacho. No le parecía nada
hermoso. "Mi frente también es abultada", se dijo. "Ser cejudo y
ser bien parecido no son la misma cosa".
En ese momento el muchacho tuvo la revelación de algo. Había
visto la ridícula impureza que siempre se entremete en nuestra conciencia del
amor o de la vida, esa ridícula impureza sin la cual no podemos sobrevivir ni
en ésta ni en aquel: es decir, la convicción de que el ser cejijuntos nos hace
bellos.
El muchacho pensó que también él, quizás, de un modo más
intelectual, estaba abriéndose camino en la vida gracias a una convicción
parecida. Algo en ese pensamiento lo hizo estremecerse.
-¿En qué piensas? -preguntó R, suavemente, como de
costumbre.
El muchacho se mordió los labios y sonrió. El día se estaba
oscureciendo. Oyó los gritos que llegaban desde donde practicaba el Club de
Béisbol. Percibió un eco lúcido cuando una pelota golpeada por bate fue lanzada
hacia el cielo. "Algún día, tal vez, yo también deje de escribir
poesía", pensó el muchacho por primera vez en su vida. Pero todavía le
quedaba por descubrir que nunca había sido poeta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario